Por Rodrigo Campusano
Periodista
Prólogo indispensable
Para la redacción de esta crónica, el autor ha omitido detalles de personas y lugares que pudieran identificar a la protagonista. Se trata de un ejercicio testimonial verídico que busca evitar el rejuzgamiento de alguien que está ejerciendo su derecho a la reinserción social.
I. DR. JEKYLL Y MR. HYDE
Si esta historia fuera un cuento, la protagonista viviría en un típico puesto de la Patagonia, un rancho precario, palos improvisados entre la hierba que, finalmente, consiguen parecerse a una choza despeinada por el viento abierto, saludando al sur. En el cuento habría ovejas, lobos y lobos con piel de oveja. Y soledad, mucha soledad. El bosque estaría rodeado de picos nevados y frías neblinas matinales; y una laguna con nombre de cuento, silente testigo de un hecho horroroso, una tragedia que la protagonista no contará a nadie nunca durante 15 años, hasta que a sus 25 le dará casi medio centenar de puñaladas “al demonio de toda su vida”. No sentirá culpa, sino una enorme sensación de paz. Así lo imagino si fuera un cuento.
Pero en realidad la protagonista existe y la llamaremos Gladys. Ya no vive en el campo, tiene 31 años y estuvo presa casi 7 en la cárcel de Coyhaique por haber matado a su padre. 7 años es poco más de 2500 días. Gladys había cargado su infancia como una pesada mochila por casi dos décadas, frágil, muda del horror que le hizo vivir sistemáticamente su progenitor. Ella todavía no había vivido 2500 días cuando todo comenzó.
—Era un lobo con piel de oveja— me dice la hermana de Gladys, al teléfono la primera vez que conversamos. —De día era una oveja y de noche era un lobo.
Esa división entre el día y la noche, entre la sobriedad y la borrachera, entre Dr. Jekyll y Mr. Hyde, entre el padre y el depredador, estará en gran parte de los relatos de testigos y familiares, en el tribunal, frente al abogado defensor y para esta crónica.
Como todos los pueblos de la Patagonia chilena, el escenario del parricidio es joven. Su nombre es una mezcla de fauna y vegetación, de naturaleza salvaje y libre. Los primeros asentamientos de la Región de Aysén no han cumplido 100 años y estamos en uno que apenas supera los 60.
A un costado del pueblo está la laguna. Rodeada de bajas colinas, salpicadas de escasos puestos o restos de ellos. Hasta una de esas chozas, inestable y fría, Gladys llegó a sus 7 años a vivir con su padre. Él trabajaba en el campo de día y de noche bebía y abusaba de ella. Una oveja y un lobo, le contará a su hermana muchos años después. O más bien, un lobo que de día se disfrazaba de oveja. Su hermana la escucha atenta, aunque más de 20 años después no me sabrá explicar por qué su mamá dejó que Gladys se fuera con su padre, y solo dirá que “usted sabe que hay cosas que no se preguntan”.
Sí sabrá por qué su padrastro nunca intentó abusar de ella: –Yo soy más mañosa, más brava, ¡ya ya ya!, le decía yo, no te pasís a mierda. Porque yo soy más franca pa` mis cosas. No dejo que me anden agarrando ninguna cuestión.
–Nosotros casi pasamos todo el tiempo en el campo. Estuvimos casi todo el tiempo ahí y después mi mamá cuando tuvo a la Gladys se fue a un hogar de las monjas y de ahí se volvió a ir con su papá– recuerda.
Era rebelde, piensa en voz no tan baja; la miro como esperando algo más, y me dice que por eso la mandaron a un hogar.
–Mi mamá la entregó a su papá. Y de ahí a los 11 años se vino y se quedó a cargo de mi mamá.
Esos 5 años marcarán toda la vida de Gladys, la llevarán por un oscuro y largo camino que la conducirán a avenida Baquedano, esquina Independencia, tras los barrotes de una celda en el Centro de Cumplimiento Penitenciario de Coyhaique, condenada a 10 años y un día por parricidio.
–La sacó barata– me dice su abogado defensor, y admite de paso que hizo un buen trabajo. Y creo que lo hizo: pedían cadena perpetua, pero los magistrados tuvieron muy en cuenta el contexto y las particulares condiciones del caso.
El padre ya tenía un historial de violador y familiares habían escuchado varias historias al respecto. Había sido condenado por abuso sexual a una amiga de su futura homicida. Esa víctima tenía 14 años. El abogado hace la pausa y dice algo que yo no quería escuchar: comenta que este tipo de “amistades" entre adultos y niños es común “en estos contextos”. Y no dice más, como si todos tuviéramos que entender a qué contexto se refiere, y por qué habla con tanta liviandad de “amistades” entre una niña abusada y un adulto.
–Me llama a través del teléfono de Gendarmería. De repente está medio decaída, de repente anda bien, porque ha tirado varias veces sus papeles y no le dan respuesta.
Habla la hermana; se refiere a la solicitud de beneficios, que le fue constantemente denegada a Gladys porque no alcanzaba a hacer conducta. “Hacer conducta” en el idioma carcelario quiere decir portarse bien durante un período de tiempo. Lo contrario es acumular castigos por peleas, robos, desórdenes, que es lo que había hecho ella desde que cayó presa por este delito. Ya conoce el ambiente. Ha sido detenida en distintas ocasiones por lesiones menos graves, lesiones leves y hurto simple, porte de arma cortopunzante y lesiones menos graves en contexto de violencia intrafamiliar; y estuvo presa por lesiones graves. Llevaba apenas tres meses en libertad cuando mató a su papá.
Su defensor cree que ella debería haber salido hace años, pero su comportamiento no ayuda. Eso dijo, aunque en ese entonces había mejorado bastante su conducta. “Cuando la conocí, pensé que no tenía la apariencia de alguien que un día había matado a su padre”. Acto seguido, internamente contrariado, me detuve en ese horrible prejuicio.
–Si ese día había 100 audiencias yo tomaba las 100 audiencias– me cuenta a propósito del sistema de turnos, el abogado. –Así de crudo. Entonces me llegaban todo tipo de delitos. Y de repente me dicen ‘oye, sabes que pasó esto’.
Los defensores penales, esos abogados de los que algunos mortales hablan como si fuesen bestias defendiendo bestias, triunfan cuando un cliente reduce su estadía encerrado. Desde ese punto de vista, este caso fue un gran logro en la entonces todavía corta, pero intensa carrera del defensor penal.
–Tengo la imagen de llegar a una celda de 2 × 2 y ver a 2 mujeres: una lloraba y la otra no. Por lógica dije ‘la que está llorando es la que mató al papá’ Al final, la que estaba llorando estaba preso por un hurto, una estupidez. Y la que no lloraba era la que había matado al papá– recuerda él de sus primeros momentos ese día en el Tribunal de Garantía de Coyhaique, conociéndola, escuchándola.
–No tenía motivos para llorar. ‘Maté al demonio de toda mi vida’, me dijo.
Gladys estaba en paz.
II. EL PARRICIDIO
Si esta historia fuera un cuento, no habría finales felices, quizás una moraleja, tal vez un destino trágico preconcebido. La hija de la protagonista sería presa también del abuelo lobo, depredador de la manada, tan feroz y cruel como el abuso sexual infantil.
En la realidad, obviamente también debemos proteger su identidad y la llamaremos Fernanda. Tiene 15 años cuando conversamos, aunque ella prefiere decir que cumplirá pronto 16. Luce ambos lados de la cabeza al rape, un moño rubio tomado atrás, una sonrisa de dientes grandes y blancos, y un piercing en el medio de la nariz que cruza de un agujero al otro.
Estuvo por años bajo el cuidado de su tía. Está en segundo medio y quiere intervenir desde que empezamos a hablar con su tutora.
–¿Le importa si se suma a la conversación?– le pregunto.
La adulta responsable levanta los hombros en señal de débil aprobación, pero después se relaja. Les pido fotos de Gladys para conocer su cara. Tanto Fernanda como su hermano menor me acercan sus teléfonos con imágenes de su mamá, sonriente y seria, mirando con confianza y en la otra con la vista más bien apartada. En ambas luce roja pintura de labios y un abundante y negro pelo amarrado arriba.
–Yo sé lo que pasó porque yo estaba ahí– me dice Fernanda, desafiante.
Lo que pasó está descrito también en la sentencia que, sin embargo, narra una historia difusa, desordenada, con testimonios de ella y de testigos que estaban demasiado borrachos como para dar fe de lo sucedido.
Gladys, con pena y rabia –detalla el juicio– tras enterarse de que su padre estaba abusando ahora también de su hija, baja las escaleras, va a la cocina y toma un cuchillo; abre la puerta del baño donde su papá está orinando y lo encara. Él tiene tiempo de subirse el cierre del pantalón y ponerse de frente, mientras ella le grita enfurecida al tiempo que inicia el acuchillamiento.
Después de asesinarlo, Gladys sale caminando de su casa. En una mano lleva a su hija y en la otra, el cuchillo con el ocre de su padre deslizando. Camina tranquila, tira el arma al antejardín de su vecino y sigue caminando hasta que una ronda policial la detiene. Confiesa de inmediato.
–No se acuerda de nada. Se nubló– me dice su hermana.
El parricidio develó también los grandes secretos, ventiló las profundas heridas que él le había causado a Gladys desde sus 7 años. Su violador estaba muerto y ella lo había matado. Pero también era su padre.
–Yo fui a limpiar después y estaba lleno de sangre el baño– me cuenta su hermana, sentada junto a su cocina a leña.
–Fue todo en el baño. En el lavamanos estaban marcadas las piernas del caballero, ahí donde estuvo afirmado. Era horrible. En un caso así, si le hubiesen hecho algo a mi hija yo creo que haría lo mismo, pero verlo así… No sé. Ella me decía que se acordaba de todo lo que él le había hecho, mientras lo apuñalaba. Todas las veces que la había violado, porque la tenía prácticamente como su mujer en su casa. En el día era su hija y en la noche cuando se ponía a tomar, ahí era donde se transformaba y la tenía como mujer.
Todos eso sucedió entre los 7 y los 11 años de la niña. 20 años después me recibe en prisión.
III. LA VISITA
Estamos en la cárcel de Coyhaique, el único penal de la capital regional de Aysén. Gladys me espera. Por largo tiempo, hemos intercambiado mensajes a través de terceros, hasta que acepta recibirme. Gendarmería tarda otro tiempo en aprobar la solicitud para ingresar a entrevistarla.
Hoy día tiene 32 años, está contenta y no es para menos, porque en 3 días sale en libertad condicional. Ha estado 6 año y 8 meses y medio encerrada, tras haber acabado con la vida de su padre, que también fue su violador y el de su hija.
"Comer un curanto es lo primero que me gustaría”, me dice cuando le pregunto por sus deseos de libertad. A la cárcel no se pueden ingresar mariscos por seguridad alimentaria. En casi 7 años Gloria no ha probado ninguno.
Se pintó los labios rosados y su semblante se nota tranquilo, viste unos jeans ajustados, habla con calma y mucha claridad. Está serena, feliz de saber que le restan 72 horas para ser libre.
Sabe que muchas mujeres solidarizan con ella y le encuentran razón, incluso creen que está bien lo que hizo, que ellas harían exactamente lo mismo.
Si esta historia fuera un cuento, quizás algunas mujeres le rendirían homenajes y le entregarían condecoraciones. Pero en realidad ella sabe que cometió un crimen y que por eso está privada de libertad, a la vez que rememora que su primera y más cruel prisión fue la casa que compartió con su padre esos tiempos de terror.
Cuenta que la rutina se le va entre mates, juegos de cartas, lectura y películas. El eterno retorno del encierro. Gladys es una asidua usuaria de la biblioteca del penal y ha aprendido a conversar con su interior. De ese modo, calma su ansiedad. Sobre todo ahora que sabe que volverá a caminar por las calles de Coyhaique.
-Me gusta estar sola y tener mi espacio. No he creado lazos fuertes, pero sí he conocido lindas personas. Algunas que se han ido, otras que se quedan. Acá he aprendido a trabajar en algunas áreas como en costura y tejido. Acá aprendes a tratar con personas diferentes.
Se siente mejor que cuando entró. Dice que hizo justicia, aunque hoy actuaría distinto porque “no fue la manera. Era mi papá, yo me crié con él”. Y a continuación, tal como si esta historia fuera un cuento, Gladys imagina que puede retroceder el tiempo, toma aire y dice que “lo habría hecho de otro modo. Pero iba a violar a otra niña e iba a correr peligro la integridad de mis hijos nuevamente”.
Entonces, toma aire para decir lo siguiente, porque sabe que ella y su hija son débiles gajos de unos enormes, incalculables, racimos de víctimas: “Acá nunca se ha hecho justicia con los derechos sexuales. La justicia que se debería hacer. Todas los violadores reinciden”. Acá es importante aterrizar los datos: según Gendarmería de Chile, aproximadamente el 20% de los condenados por delitos sexuales reinciden, frente a un 50% de reincidencia en delitos comunes.
“Fue un proceso difícil, largo y doloroso, pero aprendí a superarlo de cierta manera”. Durante todo el diálogo, sostiene un tono resiliente y profundo, diría que su franqueza se huele. Cree que su condena fue justa. Que la merecía “porque me bajaron 10 años”, pues pedían cadena perpetua. Durante los casi siete que ha estado presa tiene muy claro cuál fue el día más triste del encierro: “Cuando falleció mi mamá. Pude salir al velorio 20 minutos. Tuve que optar entre el funeral y el velorio”.
3 días antes de salir de prisión, parece tener las ideas claras y los recuerdos despejados después del duro tamizador carcelario: “El relato de mi hija fue lo que desencadenó todo. Que me contara lo que le pasó, de la manera en que le pasó, me cerré e hice lo que hice, porque tenía rabia, ganas de protegerla, porque a mi hija. Que tu hija chiquitita llorando te cuente eso con miedo de que le vuelva a pasar, es muy angustiante”. Sabe que no sirve de justificación y que debe vivir con la incómoda ambivalencia de haber protegido a su hija, mediante otro crimen: “Hice justicia, pero lo que hice no está bien y fue suficiente con lo que pasé. Es importante que actúen a tiempo. No hay que esperar que pase algo de tal nivel como lo que me pasó a mí para tomar acciones para hacer justicia. Después de que pasó mi tema, muchas mujeres se sentían identificadas y sentí apoyo de muchas mujeres que a lo mejor les pasó lo mismo y nunca denunciaron, o era como un tabú o un secreto a voces. De repente, la misma familia sabe y lo normalizan. Que no lo normalicen y que no dejen pasar algo así ni con ellas mismas ni con sus hijos, porque el trauma queda, quedan marcados para toda su vida”.
Le indigna que a los condenados por abuso “los protejan” y recalca que “Aysén está lleno de abusadores sexuales”. Lo cierto es que la Región de Aysén es una de las que tiene mayor tasa de victimización por delitos sexuales.
Sabe que a “muchas mujeres en algún momento de sus vidas les quisieron hacer lo mismo", que muchas “matarían por sus hijos, pero no lo hacen, o no lo han hecho; no pueden hacerlo porque no se debe hacer”, aunque no duda en afirmar categórica que “la protección de los hijos es lo más importante, desde el minuto cero y hasta siempre”.
Gladys afirma que hoy no tiene ningún trauma. Es tajante. Inevitablemente su rostro maquillado y su mirada -todavía pálida por la falta de libertad- me trasladan a su tragedia primaria.
IV. EL ORIGEN
Cuando finalmente huye del campo y vuelve a vivir con su madre a Coyhaique, sigue guardando sus prematuros traumas en silencio. Pero en este cuento el lobo es reincidente y despiadado. Y cuando la niña es adolescente tiene una hija y a los pocos años cae detenida por primera vez. La nieta, ahora desprotegida y vulnerable, es presa reiterada del depredador sexual. Si esta historia fuera un cuento, el lobo huiría por el bosque y sería quizás capturado por un hombre fuerte y barbón. Pero en realidad, el abuelo sigue abusando de su nieta hasta que Gladys escucha el terror de Fernando y lo asesina.
La tarde en que Fernanda le cuenta a su mamá de los abusos, Gladys está bebiendo con amigos y conocidos, entre ellos, un entrenador y árbitro de fútbol amateur.
–Me acuerdo que eran como las 10, 11 de la mañana, y me invitaron a compartir. El día anterior había compartido en otro lado y como estaba ‘saliente de caña’, fui a componerla allá– me cuenta sentado en su living cómodamente en pinta deportiva.
Durante la conversación insistirá sobre su estado de catástrofe alcohólica. Llevaba 3 días entrando en la caña, saliendo de ella y componiéndola, que no es otra cosa que volver a entrar en la espiral sin retorno de la bebida.
El relato del testigo tiene varias lagunas. Sabe que la fiesta cambió de lugar, desde la casa de la mamá de Gladys (que ya había muerto de cáncer) a la casa de Gladys, y que él entremedio fue a su casa a buscar un parlante para poner música, y que antes del crimen habían estado cantando Karaoke ella y su hija.
–Gladys canta como una artista profesional– comenta el entrenador.
Y después enumera sus cualidades; me dice que tiene las manos divinas, que tiene talentos.
–Pero usted sabe que de repente las cosas son así. Hace dos o tres años ganaba todos los festivales que se hacían adentro– se refiere a la cárcel. Y vuelve a la noche del parricidio.
–Yo me vuelvo a quedar dormido. Veo que están cantando y me vuelvo a quedar dormido. Pasa la hora y de repente mi amigo me dice que a mí me empieza a patear. Yo estaba dormido-dormido, no me acuerdo que estuve con el padre de ella, nunca lo he visto, ni lo conocía. Mi amigo me dice que algo está pasando. Como estaba en estado de ebriedad no caché nada. De repente escuché boche, pero yo nunca le tomé atención a la cuestión– cuenta.
Cuando le pregunto qué escuchó exactamente, me dice voces y gritos, “pero yo estaba así, cómo le dijera, mire”: y se coloca sobre el sillón como derrumbado y echa la cabeza hacia atrás como si no pudiera controlar su cuerpo y me repite “así”. Le pregunto si quiere decir que estaba como aturdido. Claro, me dice, estaba como aturdido. Y como añadiendo un ingrediente que podría explicar, según él, su borrachera, me dice que en ese tiempo estaba la Dorada. Me está hablando de una marca de cerveza que tiene fama de ‘mala caña’. Eso sumado a su ‘saliente de caña’, imagino que causó estragos en su organismo y se perdió, si se puede decir, el suceso más relevante de esa jornada. Le digo que “esa es curadora” y arrastrando la letra inicial asiente diciendo “eeeexactamente”.
Después dice literalmente: “Me despierto y yapo y de repente veo escucho escucho y ya lo que hice agarro mi parlante en mi herencia de borracho”. Habla atropelladamente, dice cosas inconexas y regresa para no terminar su frase.
El árbitro no era amigo de Gladys, sino de su madre. Pero cuando cayó presa se dijo a sí mismo que algo debía hacer, mal que mal, había estado esa noche compartiendo en la escena del crimen, o en el salón contiguo para ser más exactos. Incluso, ‘saliente de caña’ y todo, había puesto en su parlante la última canción que escuchó el violador recién apuñalado, mientras se desplomaba en el baño.
–A mí me vino como un cargo de conciencia. Quise apoyarla, ya que estuve ahí y no había hecho nada. Pasa el tiempo y de repente por cosas del destino, tú sabes que celulares no pueden entrar a la cárcel, pero no sé quién le pasa mi número y ella ubica, me llama. Que la vaya ver a la cárcel. Y ahí empezamos una amistad hace ya más de 5 años, aunque con la famosa pandemia después ya no nos vimos más.
A tirabuzón, el entrenador admitirá que en realidad Gladys le gusta, pero me pide que mire su edad, que nunca pasaría nada.
Días después, Fernanda, desde su casa sureña que luce húmedas tejas en cascada, en un día de mucha lluvia, resume la sensación que le quedó con esa tragedia familiar.
–Ese día había solo dos personas, estaban hablando y empezaron gritos y se fueron a la cresta y ninguno vio nada y me dejaron sola. Me dio rabia porque salieron todos arrancando y me dejaron sola y yo era una niña– me dice.
Y cuando lo dice sigue siendo una niña. Una niña que, si este fuera el final del cuento, hoy sería una joven de 18 años que aprendió demasiado temprano y de la peor forma posible que existen lobos, ovejas y lobos con piel de oveja.