Crónicas

Voces silenciadas de la Patagonia: una semana de teatro en la cárcel de mujeres de Coyhaique

En esta crónica la actriz y formadora Verónica Quiceno nos cuenta sobre lo impactante y hermoso que puede resultar una experiencia teatral en mujeres privadas de libertad.

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Aysén
Voces silenciadas de la Patagonia: una semana de teatro en la cárcel de mujeres de Coyhaique
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Por Verónica Quiceno Pérez

Directora Fundación Arte Comunitario

 

Hay lugares a los que la sociedad elige no mirar. Nos avergonzamos de nuestra misma especie. Olvidamos que la transformación es posible solo si somos capaces de vernos unos a otros desde distintos ángulos, de creer, de verdad, en el potencial humano. Lugares donde el dolor se acumula, la vida parece estancarse y la dignidad parece un privilegio. Uno de esos lugares es la cárcel.

 

Este artículo nace de una semana de teatro con mujeres privadas de libertad en la cárcel de Coyhaique. Y es una invitación a la esperanza: cuando el arte entra a una cárcel, algo se abre, algo se mueve, algo se ilumina.

 

Durante 19 años de trabajo con teatro en cárceles de Santiago, he visto que, incluso en los contextos más oscuros y caóticos, hay luces de humanidad que nos conectan. Entonces emergen la gratitud, el encuentro, las risas cómplices, el dolor compartido, los abrazos, la belleza, el mirarse a los ojos, el talento oculto y la resiliencia. Lo humano y lo sagrado prevalecen sobre el miedo, la soledad y la división.

 

Foucault, en su libro Vigilar y Castigar, nos recuerda que el castigo fue alguna vez espectáculo, dolor público y poder encarnado. Hoy, la prisión ya no exhibe tormento, pero sigue produciendo exclusión. En Chile, esa exclusión tiene rostro y cifras: la mayoría de las personas que están privadas de libertad proviene de sectores empobrecidos, con escasas redes y trayectorias marcadas por la vulnerabilidad desde la infancia o, incluso, desde antes de nacer.

 

En el caso de las mujeres, esa exclusión se duplica. Muchas llegan a prisión por delitos asociados a la pobreza y al hecho de ser mujeres, enfrentando condiciones más precarias y menos visibles. La cárcel, lejos de reparar, reproduce desigualdad. Frente a ello, las artes en general y el teatro en particular, emergen como un lenguaje de resistencia y humanidad, capaces de devolver voz, dignidad y sentido donde el sistema solo quiere silencio.

 

Convencida de esto, tuve la suerte de ir a Coyhaique. Imposible no enamorarme de la belleza de sus paisajes y de su gente, del truco y el chamamé, y de la sabiduría que enseña que “quien se apura, pierde el paso”. También percibí que hay dolores profundos escoltados por esos días en los que la falta de sol no acompaña a resistir.

 

Me enteré que la cárcel de Coyhaique no tenía talleres de teatro y que había 13 mujeres privadas de libertad, en un recinto originalmente pensado para hombres. Una vez más, la desigualdad de género y la centralización quedaban a la vista, privando a zonas extremas de experiencias transformadoras y ampliando brechas de exclusión.

 

Me contacté con Nolberto Negue, jefe técnico del penal, quien recibió la propuesta con entusiasmo. Para enriquecer la experiencia, invité a mi amiga Jaqueline Roumeau, de CoArtRe (Corporación de Artistas por la Rehabilitación y Reinserción Social a través del Arte), con amplia trayectoria en teatro en contextos de encierro.

 

Aterrizamos un lunes de agosto de 2025. Teníamos solo una semana: cinco días para conocernos, abrir el corazón, llevar nuestros sueños, dolores y alegrías a escenas teatrales, y cerrar con una presentación a las familias. 

 

Apenas salimos del aeropuerto, fuimos directo a la cárcel para invitar a las mujeres a participar. El espacio asignado era su propio comedor: unos veinte metros cuadrados con una mesa central, una bosca al costado, tres habitaciones alrededor y una puerta que daba a un pequeño patio cubierto por una reja en el cielo.

 

Se acercaron unas ocho mujeres y, poco a poco, se sumaron todas: doce en total, cada una con una historia intensa y dolorosa. Nos recibieron con cariño, respeto y entusiasmo. Esa tarde se convirtió en nuestra primera sesión. Todas aceptaron participar, salvo Paula, que estaba a punto de dar a luz.

 

En ese comedor, Bernarda comenzó a cantar una ranchera de su autoría. Su voz, dulce, susurrada y firme, llenó el espacio. Algunas compañeras casi no la habían escuchado hablar, pero ahí estaba, revelando su historia a través del canto, con una ternura que nos dejó sin palabras. Luego Yara, con su guitarra, declamó una poesía escrita dentro del penal. Poesía, música y emoción se entrelazaron como si siempre hubiesen estado esperándola.

 

Así, entre ejercicios teatrales y conversaciones profundas, fueron aflorando historias que se transformaron en escenas. Todo fluyó de manera orgánica, con los altos y bajos propios del proceso. El grupo, en pocos días, no solo adquiría herramientas expresivas, sino también vivía un proceso de autodescubrimiento, colaboración y conexión. El desafío no era menor: poco tiempo de ensayo, contingencias diarias, memorizar textos, tolerar frustraciones, convivir con distintas personalidades y, además, sobrellevar el estrés constante de la vida en prisión. Aun así, la disciplina y el amor por el proceso se impusieron.

 

Trabajamos cuatro horas diarias, de lunes a jueves. En dos días creamos un guion colectivo, los otros dos los dedicamos a ensayar una y otra vez, entre risas, cansancio, frustraciones, enojos y reconciliaciones. Nos bautizamos como Compañía de Teatro Las Patagonas, y a la obra la llamamos “Un desahogo sin libertad”.

 

El viernes 29 de agosto estrenamos en el gimnasio de la unidad penal. Era el momento de lanzarse al abismo, exponer cuerpo, mente y emoción ante el público: madres, padres, parejas, hijos e hijas. El corazón se acelera, la temperatura sube, sudan las manos y la frente, se revuelve el estómago. El grupo recuerda técnicas aprendidas en el taller, usar la respiración como refugio ante cualquier emoción que quiera sabotear el instante.

 

La primera escena comenzaba con todas rodeando a Bernarda. De a poco las mujeres abrían el espacio y ella proyectaba el nombre de la persona que amaba. Se iban sumando todas las voces con los nombres de las personas que llamaban sus corazones. Las presencias ausentes se hacían sentir.

 

La obra avanzaba, entre la guitarra y declamación de Yara, historias de amistades que nacieron en una cárcel, de la valentía de atreverse a aceptar quién eres, de valorar el apoyo de tu familia, del empoderamiento y de cómo sobrellevar la soledad. Desde el inicio se generó un contrato implícito entre las actrices y el público, que participó con respeto y emoción. Las familias, algunos internos del penal de hombres y funcionarios de Gendarmería, fueron un público cálido, que sostuvo los momentos de vulnerabilidad y celebró con risas.

 

Al finalizar la función, las actrices se tomaron de las manos, llenas de emoción y orgullo, para hacer una reverencia. El público aplaudió con fuerza, sabíamos que todo había salido bien. Fue un momento sublime, de validación personal y empoderamiento, que selló un aprendizaje experiencial.

 

Cuando finalizamos la obra, Paz, trabajadora de la Unidad Penal, nos escribió: “Tremenda y mágica experiencia para sanar dolores colectivos, volver a querernos, reconocernos y apoyarnos”.

 

Yara, actriz participante del taller comentó: "Adquirí disciplina y conocimiento, las cuales tomo como herramientas para mi desarrollo personal y mayormente artístico".

 

Santiago, otra participante del taller, escribió: "Fue emotivo ver la unión entre mis compañeras a pesar de las discordias, todas fuimos una”.

 

Aunque el taller solo duró una semana, su impacto fue importante: en las participantes, en la comunidad penal y en las familias. Internas y gendarmes nos comentaron que era la primera vez que todo el módulo trabajaba en un mismo proyecto. Donde antes había distancia, ahora había miradas nuevas, confianza y cuidado.

 

Creo firmemente que las intervenciones teatrales en contextos de encierro también contribuyen a la seguridad pública. Una persona que se reconecta con su humanidad, que resignifica su historia, que disminuye el consumo de drogas para actuar con disciplina, que ve a su compañera como aliada y no como amenaza, y siente que esa adrenalina que antaño le acompañó delinquiendo, ahora la sostiene para salir a un escenario donde su familia espera para aplaudirle; esa persona podría comenzar a tomar nuevas decisiones que aporten a una sociedad más amable y compasiva.

 

Cierro reafirmando mi compromiso con la promoción del Teatro Aplicado como herramienta que aporta a la transformación social y personal. Invito a las instituciones, a personas que inciden en políticas públicas, artistas, educadores, interventores y a la sociedad civil en general, a valorar, respaldar y ampliar estas prácticas que enriquecen vidas y fortalecen el tejido social.

Etiquetas: #Cultura
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