Opinión

Wonderwall

En su columna, la periodista Bárbara Besa desmenuza su experiencia en primera persona en el masivo concierto de la banda británica Oasis en el Estadio Nacional de Santiago.

Columnista DeNota

Columnista DeNota

Aysén
Wonderwall
Compartir: ¡Copiado!

Por Bárbara Besa *

 

¿Cómo encontrarnos cuando prima el individualismo? ¿Cómo conectar con otras personas cuando cada quién está en lo suyo, en lo propio, en su mundo, en su pantalla? Las respuestas son tan variadas como personales. Para mi, en la música. Pese a que con el paso del tiempo y probablemente con algún resabio post pandemia, cada vez tolero menos las multitudes, los grupos grandes me provocan ansiedad y la vida social se me hace cada vez menos atractiva, un concierto es y seguirá siendo uno de mis lugares seguros, felices y cómodos. En noviembre de 2024 llegó de golpe la noticia de la reunión de Oasis, banda que me voló la cabeza apenas conocí. Luego, llamar a esa amiga que te dirá: obvio, vamos. Después, la odisea por conseguir la entrada que sabes que se agotará de inmediato y, para quienes vivimos fuera de Santiago, comprar un pasaje de avión que te desajustará las finanzas, pero que, siempre, tendrá recompensas que te acompañarán toda la vida. Y es que un concierto es mucho más que esas dos horas y media. Y aquí está lo mágico. Miles de personas con vidas muy distintas, edades disímiles, problemas, dolores, preocupaciones, etc., confluyen en un espacio común y un objetivo claro: que esas dos horas y media sean inolvidables. Un año después, tomaba ese avión con mi amiga, luego el metro de Santiago con cientos de personas con poleras y gorros de la banda, para caminar ansiosas y emocionadas al Estadio Nacional. Y no, no hablamos con nadie, pero estábamos ahí, miles, en torno a melodías que nos han acompañado tanto en la vida. Estábamos ahí para saltar, bailar, llorar, desafinar, cantar en inglés imperfecto, reír, recordar y liberar , ante el primer acorde, lo que muchas veces la vida cotidiana nos obliga a reprimir. Y como si todo eso fuera poco, luego vienen días (semanas o meses, quién es una para juzgar aquello), de procesar lo que ahí pasó: esa mezcla de euforia, nostalgia y silencio que solo ocurre después se que se encienden las luces: comentar detalles, compartir impresiones, repasar una y otra vez el listado de canciones, revisar videos y por qué no, volver a soñar con otro concierto, con otro encuentro, con otras dos horas y media en que nos olvidamos de todo, de las odiosidades, de si votas A o B, y de cualquier diferencia.

 

En un concierto, las normas sociales se aflojan, casi como si alguien hubiera bajado el volumen del juicio y subido el de la emoción. De pronto, da lo mismo la profesión, la edad, el cuerpo, de dónde vienes y todas esas pequeñeces. No eres el cargo que ocupas, ni la etiqueta que otros te ponen: eres simplemente una persona que siente. La música en vivo nos devuelve a lo sensorial, a la experiencia pura, sin filtros ni argumentos. Tal vez por eso miles de desconocidos logran sincronizar sus emociones sin decir una palabra. Lloran al mismo tiempo, saltan al mismo tiempo, se abrazan sin preguntarse nada. Basta un acorde para que una multitud que no se conoce se convierta en un solo organismo, respirando igual, latiendo igual. ¿En qué otro lugar ocurre algo así? Hay algo profundamente humano en esa fusión momentánea: por unas horas, dejamos de ser individuos aislados para convertirnos en comunidad. Una comunidad que se arma y se desarma al ritmo de una canción.

 

Salgo del Estadio y vuelvo a la vida real, pero algo queda distinto, algo se acomoda, como si el corazón hubiera encontrado un nuevo orden. Cuando se encendieron las luces y empezamos a avanzar con dificultad hacia la salida, entendí que ese momento no era un final, sino otra forma de volver a empezar. Después de esa experiencia volver al silencio es también una manera de reconocerse y de agradecer que todavía existan lugares donde la comunidad sucede sin esfuerzo. Y sí, la vida fuera de esa burbuja musical seguirá siendo compleja, acelerada, individualista. Pero saber que existen espacios donde la emoción manda y la empatía parece tan natural me da algo de esperanza. Si podemos ser comunidad por dos horas y media, quizá podamos serlo un poco también allá afuera. En un mundo que insiste en empujarnos a la división, un concierto nos recuerda lo contrario: que aún hay cosas que nos unen sin pedir explicaciones, que todavía podemos latir al mismo ritmo y que, tal vez, lo más revolucionario hoy sea encontrarnos desde la emoción y no desde la diferencia. Y así, cuando vuelvo a la calle y cada quien regresa a su propio mundo y a su propia pantalla y, aunque la multitud se disuelva, la comunidad que se formó por un instante sigue latiendo hasta que nos volvamos a encontrar, quién sabe dónde ni con qué ritmo.

 

*Bárbara Besa es periodista y melómana.

Etiquetas: #Cultura
37 vistas